Si Mildred Firmin, hija de un picador de caña haitiano, nacida en un batey de San Pedro de Macorís hace 60 años va a la Junta Central Electoral (JCE) a actualizar sus datos para recibir la renovación de su Cédula de Identidad y Electoral (entregada en 1969), se va a encontrar con una sorpresa: la van a despojar administrativamente de dos derechos adquiridos como son el de nacionalidad e identidad.
Los violadores de la ley en nombre de la ley van a alegar que su padre no tenía derecho a inscribirla porque cuando ella nació él era un extranjero ilegal y su acta de nacimiento es irregular, pese a que su carencia (como la de miles de dominicanos “indios”) no impedía obtener la cédula.
El hecho cierto e histórico es que ese “extranjero ilegal” no vino rompiendo montes por la frontera, sino montado en un “Catarey” del Consejo Estatal del Azúcar (CEA) o de algún ingenio de una de las familias oligárquicas, contratado en un régimen de tráfico semi esclavo con el gobierno haitiano para venir a picar caña y vivir en un batey que los dominicanos más pobres nunca aceptaron.
¿Cómo pueden los hijos de la oligarquía o los organismos del Estado llamar ilegal a un hijo de un hombre que sus padres o sus abuelos, que controlaban los gobiernos, trajeron a trabajar a sus cañaverales hasta la muerte, aquel saca su primera Cédula Personal de Identidad cuando ni siquiera pedían acta de nacimiento y además pagaba un impuesto y ahora cuando va con ella a renovarla le dicen en un organismo que ha sido suprimida administrativamente?
Detrás de ella en la fila avanza un abogado de padres dominicanos, que va a la JCE para ver si le corrigen el tollo que hizo un semianalfabeto oficial civil que lo asentó en el Registro Civil con el nombre de “Hotoniel”, cuando lo correcto y bíblico es Otoniel. También a este le van a negar el servicio porque “para eso usted tiene que conseguir una sentencia de un tribunal ordinario que ordene el cambio”.
¡Ah! Para una nimiedad (suprimir una H que obviamente fue colocada por error) el afectado tiene que ir a un tribunal para que decida. En cambio, para anular un “derecho fundamental” y pisotear el “respeto de la dignidad humana” consagrados en el Artículo 7 de la Constitución como partes esenciales del “Estado democrático de derecho” de un dominicano de ascendencia haitiana, la JCE actúa administrativamente y lo despoja actuando de espaldas a sentencias semejantes de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, órgano judicial de la Organización de Estados Americanos (OEA), de la que el Estado dominicano es signatario.
Si eso no es una práctica racista (no digo que sea racismo institucionalizado), entonces es una terrible injusticia en un “Estado social democrático de derecho” que será condenada una y otra vez por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, como ya ha sucedido en más de un caso.
La élite económico-política de este país puede escribir lo que quiera en la Constitución y reformarla a conveniencia cada vez que lo desee, pero en los hechos el ordenamiento constitucional y legal es pura pantalla. Aquí, en el día a día, lo que rige es la conveniencia particular y grupal (principalmente por intereses económicos disfrazados de políticos) aunque aparezca quien lo interprete como un “Estado social democrático de derecho”.
Si se le pregunta al presidente de la JCE, Roberto Rosario, por qué ordena cancelar la Cédula de Identidad y Electoral de esa ciudadana nacida en este país hace 60 años, que fue declarada y registrada en la Oficialía del Estado Civil, que obtuvo un acta de nacimiento, luego una Cédula y votó en las elecciones desde 1970, dirá que se acoge “estrictamente al cumplimiento de la ley”.
Si existe una ley racista e injusta que prohíbe entregar acta de nacimiento o cédula a descendientes de haitianos indocumentados (eso de extranjero es una excusa porque José David Figueroa Agosto es puertorriqueño y tenía diez cédulas dominicanas entregadas en la misma JCE), se supone que debe aplicar para el porvenir, porque las leyes no tienen carácter retroactivo.
La Constitución de República Dominicana, promulgada flamantemente hace poco más de dos años, dice textualmente en su Artículo 110: “La ley solo dispone y se aplica para lo provenir. No tiene efecto retroactivo sino cuando sea favorable al que esté subjúdice o cumpliendo condena. En ningún caso los poderes públicos o la ley podrán afectar o alterar la seguridad jurídica derivada de situaciones establecidas conforme a una legislación anterior”.
Si el presidente de la JCE tuviera razón y sus acciones fueran legales, me gustaría que lo nombraran ministro de Educación para que obligara al gobierno a cumplir con el 4% del PIB para la educación, aprobado desde 1997, pero incumplido desde entonces con la complicidad del Congreso Nacional, la Suprema Corte de Justicia y todos los poderes.
Si Rosario puede anular, sin ser un tribunal competente, un derecho constitucional, que lo nombren ministro de la Presidencia para que haga cumplir la ley y a los ayuntamientos les entreguen el 10% de las recaudaciones.
Que también lo nombren rector de la UASD y al resto de los miembros de la JCE vicerrectores para que consiga que el gobierno –este y los que vengan- cumplan con entregar el 5% acordado por ley desde hace 40 años.
Que a esa función le agreguen la de consultor jurídico del Poder Ejecutivo para que le recomiende al Presidente de la República observar la ley que aprobarán los senadores este jueves (cuando escribo) porque excluye a una parte de la empleomanía del Estado de las regulaciones salariales, pero les pagarán los sueldos más altos del país con los mismos fondos que les pagan a los que sí están regulados.
Dígale, magistrado, que si en este país se puede regular el sueldo del Presidente de la República y el del Vicepresidente, que son las dos más altas autoridades del país, ¿cómo es que sus subalternos en el Banco Central, en Impuestos Internos, en la Superintendencia de Bancos y en las que ellos quieran agregar, pueden salirse del control de una ley salarial?
El país se ha dividido “legalmente” entre asnos sobre los que va toda la carga de impuestos y regulaciones, y los chivos sin ley que hacen lo que les da gana.
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